La patrulla del tiempo, de Poul Anderson (y II)
Poul Anderson
(viene del asiento publicado el 28.9.2016)
Delenda Est es una ucronía pura. Aquí el punto Jombar -ese acontecimiento singular y alternativo que determinó la historia- se remonta a la antigüedad clásica. Anderson nos propone que, en los albores de la cultura occidental, los celtas fueron los hegemónicos en los tiempos del esplendor grecorromano. Con estos antecedentes, en el siglo XXX los "danelianos", los superhombres venideros, que según el canon de estos textos fundaron la Patrulla del tiempo, no han existido para poder hacerlo. Everard y su compañero en esta pieza, Van Saravak*, lo comprenden cuando, dispuestos a pasar unos días de asueto en la Nueva York de 1960, se encuentran con una ciudad extraña, que no tiene nada que ver con aquella que fuera la de los rascacielos a comienzos de los felices 60. De ahí el título, que no son sino las dos últimas palabras de la locución latina "Cartago delenda est" (Cartago debe ser destruida).
Aquí alude a un Cartago que no lo fue, posibilitando a la larga ese mundo predominantemente celta que, con el correr de su propia línea temporal, dio lugar a Catavellaunan la extraña ciudad que debió ser la Nueva York que nuestros crononautas visitan.
Podría creerse que la Nueva York de 1960 debió de ser especialmente dichosa para Poul Anderson, de ahí que sus viajeros temporales la visiten cuando quieren divertirse con las mismas que, cuando quieren cazar y practicar deportes de invierno, se desplazan a un refugio que la Patrulla tiene en los Pirineos del Pleistoceno. Sin embargo, la primera edición de este relato, en The Magazine of Fantasy and Science Fiction, data de 1955.
"En esta historia, los romanos desaparecieron antes. Al igual que, estoy seguro, los judíos" estima Everard (pag. 208). "Mi suposición es que, sin el efecto de equilibrio de poder de Roma, los sirios derrotaron a los macabeos; casi sucedió así en nuestra propia historia. El judaísmo desapareció y, por tanto, el cristianismo no llegó a existir. Pero, de cualquier modo, con Roma eliminada, los galos adquirieron la supremacía".
Según los cómputos de la Patrulla estamos en el siglo XXXVIII, pero según la cronología de Deirdre, la muchacha de esta sociedad alternativa que está a punto de enamorar a Manse Everard, estamos en 1960 (pág. 207). No obstante, el avance tecnológico de este mundo ucrónico, en el que Norteamérica hasta Colombia es un solo país dividido en diferentes estados llamado Ynys yr Afallon, es similar al de comienzos del siglo XIX de nuestra línea temporal. Su ciencia no es empírica, sus descubrimientos son fruto del hallazgo o la casualidad. Con semejantes procedimientos, su tecnología acaba de poner en marcha la máquina de vapor. Así pues, estamos ante un relato steampunk con todas las de la ley. Sin embargo, no faltan en él ciertos apuntes que me recuerdan a esas guerras continentales de las que habla Orwell en 1984.
Pese a que un conocido cultivador del steampunk autóctono me intentó convencer en la última feria del libro de que las descripciones pueden llegar a ser tan contundentes como las imágenes, no me cabe ninguna duda de que, en esto sí, una imagen vale más que mil palabras. Este retrofuturismo llamado steampunk es básicamente cinematográfico. Bien es cierto Julio Verne, el primer cultivador del género, fue novelista. Pero no lo es menos que la adaptación de Veinte mil leguas de viaje submarino, realizada por Richard Fleischer en 1954, se antoja más steampunk que la novela original de 1870. De modo que Delenda est me resulta una pieza disminuida por el formato ya que es una narración eminentemente visual.
Nada más llegar a Catavellaunan, esa ciudad ucrónica de Ynys yr Afallon a la que han ido a parar los crononautas queriendo ir a Nueva York, son confundidos con hechiceros. Así las cosas, Manse Everard y Van Saravak son obligados a tomar partido por el país ante las consecuencias que puedan derivarse de una guerra que se dispone a librar Hinduraj -la actual Australia- contra Huy Braseal, el resto de la actual Sudamérica que no es Ynys yr Afallon.
Naturalmente, el verdadero trabajo de los patrulleros consiste en la enmienda de esta línea temporal. Para ello tendrán que remitirse a la segunda guerra púnica, al 218 a. de C. Fue entonces cuando otros crononautas provocaron la muerte de Publio Cornelio Escipión y Escipión el africano. Así las cosas, Aníbal destruyó Roma y la base de la civilización occidental fue una síntesis de la cultura cartaginesa y celta, que no grecorromana como lo es ahora.
La enmienda de toda esa línea temporal alternativa se impone en la batalla de Tesino. Me choca que sea en este enfrentamiento, que según nuestra historia -la crónica de nuestra línea temporal- fue ganada por los cartagineses, animando con su victoria a los galos unirse a ellos. "Pero más tarde tuvo la inteligencia de ir hacia el oeste y roer la base de los cartagineses en España", escribe Anderson (pág. 227).
En cualquier caso, como la corrección del relato en Tesino supondrá la muerte de tanta gente a lo largo de los siglos, siendo además el caso de que algunos de los últimos condenados son sus conocidos, a Everard se le plantea un auténtico problema moral. Naturalmente no duda en hacer lo necesario para que las aguas vuelvan a su cauce, pese a que ello niegue la posibilidad de la existencia a todos ellos. A todos menos a una: Deirdre, a la que deciden salvar y buscar un empleo para la Patrulla del tiempo en otra época ajena a la suya.
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Marfil y monas y pavos reales -que según La Biblia eran algunas de las mercancías con la que se comerciaba en la ciudad fenicia de Tiro- nos traslada a este puerto en los días del rey Hiran I (950 a. de C.), el gran aliado del rey Salomón mientras éste construye su templo. En realidad, esta nueva pieza puede entenderse como una variación de la anterior. La diferencia es que, en ésta, unos bandidos desertores de la patrulla -los "exaltacionistas" liderados por Merau Varagan- amenazan con provocar el punto Jombar.
Por más que lo de poder cambiar el presente y el futuro desde el pasado sea el quid de la cuestión, eso de poder moverse por los siglos como quien va de un lugar a otro es lo más fascinante de estas quimeras. Con el objeto de provocar el punto Jombar, los "exaltacionistas" destruirán Tiro si el viernes 18 de junio de 1980 no se les transmiten los datos necesarios para la creación de un Trazon de materia (pág. 264). Esto último es un prodigio, posterior incluso a los "danelianos", capaz de transformar cualquier materia en otra cosa. La tierra en oro, por poner un ejemplo. Estamos pues ante la piedra filosofal buscada en vano por los alquimistas. Un "transmutador" que a los "danelianos" les fue dado en su futuro por sus descendientes, aún más sabios y dotados que ellos.
La destrucción de Tiro también imposibilitaría el nacimiento de la civilización occidental porque sería desastrosa para Salomón ya que los filisteos no tardarían en atacarle. Si esto hubiera sido así, si hubiese caído el último monarca del reino unido de Israel con "el judaísmo, el monoteísmo yahvítico" (pág. 312) recién nacido, Yahvé hubiese sido una figura mutable, "un personaje más en un panteón tosco". De modo que tampoco hubiese habido cristianismo ni civilización occidental.
Para evitar el cataclismo, Everard contará con la ayuda de Pummairam, un golfillo de Tiro que, apenas llega el patrullero a la ciudad, se ofrece a él creyéndole un mago como su cicerone. Mayor aún es el apoyo de Yael y Chaim, un matrimonio de crononautas, llegados desde la base que la Patrulla tiene en la Tel Aviv del siglo XX, quienes también se hacen pasar por un matrimonio en Tiro: los Zorach.
Una vez desbaratados los planes Merau Varagan y sus "confederados exaltacionistas", Everard encomienda a los Zorach el futuro de Pummairam, Por su parte le da algunas riquezas y dispone las cosas para casar al que ha sido su lazarillo con la mujer que ha sido su esclava durante su estancia en el palacio de Hiran. Ese ha sido el alojamiento de nuestro protagonista en Tiro, como mandan las leyes de la hospitalidad locales con los viajeros capaces de contar algo de interés al rey.
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El pesar de Odín el godo no está protagonizada por Everard, sino por Carl Farness, un profesor de filología germánica retirado que ha sido reclutado por la patrulla para recoger documentación sobre las tribus godas de tradición oral anterior a la escritura. Se trata de saber con exactitud cómo aquellas tribus bárbaras que no escribían.
Estamos en el siglo IV d. de C. y aquí no hay amenaza de ningún tipo. La gracia del relato consiste en contarnos cómo Farness alterna su trabajo en la Europa de los godos con su tiempo libre en la Nueva York de 1935, junto a su esposa Laurie, una pintora que está al corriente de la ocupación de su marido, con quien incluso se ha ido de vacaciones a las épocas pretéritas que han creído oportuno.
No obstante, casi puede decirse que aquí la peculiaridad es el propio Farness, quien con sus misteriosas idas y venidas a la época de distintas generaciones del mundo de los godos comienza a ser tomado por éstos como Odín e incluso asistirá a algunos de los hechos narrados con posterioridad en El cantar de los nibelungos (siglo XIII) o -por mejor decir- en El anillo nibelungo (1876), la ópera de Wagner, que al parecer ha inspirado mucho más a los autores posteriores al músico que el cantar propiamente dicho.
Sea como fuere, El pesar de Odín el godo -como el resto de las piezas que le suceden- tanto por su extensión como por su forma de acometer el argumento me ha resultado más una novela histórica que un cuento de ciencia ficción. En consecuencia, me ha interesado menos.
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En Estrella del mar es tanta la vocación de ser novela histórica que su asunto arranca cuando comienzan a registrarse unas notas espurias en la Germania (98 aprox.) de Tácito y éstas plantean problemas para la cartografía exacta del lugar en aquel tiempo por parte de la Patrulla.
Con esa vitalidad de los pueblos germanos, frente a la decadencia de Roma de la que habla Tácito como telón de fondo, Anderson nos propone la peripecia de la agente Floris en el nacimiento de dichos pueblos en el siglo I d. de C. Precisamente es esta crononauta, destinada en la base que la patrulla tiene en el Ámsterdam de los años 50 del siglo XX -donde intercambias sus impresiones con Everard- quien registra las anomalías del texto latino.
Llama la atención, en medio de ese agnosticismo generalizado de la intelectualidad en la centuria pasada, la preocupación que muestra Anderson por el cristianismo como ese pilar de la sociedad occidental que fue sin ningún género de dudas. En esta ocasión, lo que preocupa a la Patrulla es que la fe, que habrá de unir a la aún incipiente Europa, no pueda llegar a extenderse por el continente debido a la creación de una fuerza capaz de unificar a los bárbaros del norte -pues eso eran para los romanos los germanos- frente a la cruz. Floris, haciéndose pasar por una divinidad femenina, obrará para evitarlo.
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En El año del rescate -que me ha resultado mucho más interesante que los dos textos precedentes- lo que me llamado la atención es la compresión, incluso simpatía, que se muestra hacia los conquistadores españoles. Creo que Anderson es el único autor que he leído, de todos los ajenos a la Historia Hispanoamericana en la que me educaron, que se desmarca de la condena a todo ello aquello que me inculcaron en la España de hace cincuenta años. Al cabo, viene a decirnos textualmente, que, en el Nuevo Mundo que encontraron los europeos, España no hizo nada que no hicieran el resto de las naciones del Viejo Continente. Es más, no tiene ningún problema en afirmar que el origen de la leyenda negra que pesa sobre mi país en aquel tiempo, fue puesta en marcha por Inglaterra y Francia, que querían para sí lo mismo que España en aquellas tierras.
Luis Castelar, el protagonista de El año del rescate con el que Poul Anderson simpatiza abiertamente pese a presentarle como el villano, es uno de los capitanes de Pizarro en el Perú de 1530-31. Quiere la casualidad que coincida con el patrullero Stephen Tamberly en el Machu Picchu de Hernando Pizarro, como es sabido, uno de los hermanos de Francisco y su compañero en la conquista del imperio incaico. El crononauta está inmerso en la persecución de los "exaltacionistas", esos bandidos del futuro ya aludidos. Dicha empresa le ha llevado al palacio del tesoro de Cajamarca (Perú) de 1533. Entre los españoles que allí guardan las riquezas que hubieran debido comprar la libertad del inca Atahualpa, se encuentra Castelar. Anderson, desde el cariño que le tiene, nos lo pinta como un auténtico soldado: truhan, caballeroso y avispado. Castelar no tarda en comprender la utilidad que puede tener el vehículo de la patrulla para el imperio español y se hace con él.
Como ya he dicho en las primeras notas dedicadas a este volumen, Javier Olivares, el creador de El ministerio del tiempo, reconoce haber tenido en estos relatos de Poul Anderson "una de las referencias clave" de su propuesta. A mí me da la impresión de que Un cambio de tiempo, ese capítulo de la serie que Marc Vigil dedica a un Felipe II poseedor del secreto del cronoviaje, tiene su origen en El año del rescate. En la peripecia para hacerse con el prodigioso scooter del que se valen los patrulleros, viajan hacia el pasado y Castelar deja a Tamberly en algún lugar de las que habrán de ser las islas Galápagos, pero mucho antes de serlo: en el 2937 a de C.
La patrulla comienza a echarle de menos en la base del entorno del Londres victoriano. Allí es el tres de noviembre de 1885 cuando Helen Tamberly, la mujer de Stephen, recibe a Everard. Éste le anuncia que su marido no se ha presentado a su cita con los crononautas en la Lima de finales de 1535, meses después de la fundación de la ciudad por parte de Pizarro, como hubiera debido. Como Helen tampoco sabe nada, comienza al punto la búsqueda de Stephen Tamberly. Verdaderamente El juego con las fechas, es fascinante.
Aunque Castelar ha expulsado a Tamberly del scooter a punta de espada no sabe manejarlo. De modo que va a parar a una de las islas Galápagos de 1987. Allí da con Wanda Tamberly, una sobrina de Stephen, a la que muy caballerosamente toma como rehén para conseguir su objetivo. Pero Manse sabrá librarla de él y devolver a Castelar a la Cajamarca de su línea temporal. El resto, siguiendo el rastro que el español ha dejado en su viaje, es ir a buscar a Stephen.
Este ciclo narrativo, pues de eso se trata al fin y al cabo, integra algunos de los mejores viajes en el tiempo que he tenido oportunidad de leer. No ha hecho sino aumentar mis ansias de hacerme con la inencontrable La nave de un millón de años, esos relatos de inmortales de Poul Anderson, a su modo también viajeros por el tiempo, de los que sólo he tenido oportunidad de leer una mínima parte. Suficiente para rendirme admirado ante su autor.
* Dado que Anderson a veces se refiere a él como "el venusiano", pienso que Van Sarawak es un humano nacido una colonia de Venus. Deduzco que debieron abrirse algunas tras esa guerra que los danelianos libraron contra este planeta, conflicto al que se hace alguna referencia.
Publicado el 31 de enero de 2017 a las 19:00.